35 días con mis abuelos
Para escribir este texto preparé una playlist en Spotify con pura música de marimba.
Soy cursi y me encanta serlo porque algo se activa en mi interior cada vez que escucho ese tipo de música. Siempre lo he dicho y lo repetiré hasta el cansancio: llevo el son de la marimba al caminar.
Les contaré por qué.
Desde chicos, Iván, Ximena, Wicho, Juan, Eli, Miguel y yo (Aura) pasamos las vacaciones con nuestros abuelos. Nunca con nuestros papás, siempre con nuestros abuelos.
Eran periodos vacacionales larguísimos y para mis papás y mis tíos siempre fue conveniente mandar a los 7 remolinos chiquitos a pasar todas las vacaciones en “La Casa de los Abuelos”.
Muchos de mis gustos, costumbres y mañas las formé allá en Tonalá Chiapas.
Tonalá significa: “el lugar por donde el sol sale” y de verdad, es un lugar extremadamente caluroso. Todos usan sandalias, shorts y cargan con pañuelos de tela para secarse el sudor.
La casa de mis abuelos era muy grande. Había seis camas, un patio muy amplio, una alberquita, árboles de tamarindo, de mango, de jocote, de almendra, de plátano, de papause. Flores, mecedoras y plantas por todos lados.
José, Carlos, Néstor, Iván, Laura, Miriam, Cheli y Yeni eran nuestros vecinos chiapanecos. Todos teníamos entre 7 y 11 años y el punto de encuentro para jugar todas las noches era en “La Casa de los Abuelos”.
Nos subíamos a los árboles, comíamos hojas JAJA, corríamos descalzos. Jugábamos a las escondidas, a los encantados, a 100 Mexicanos Dijeron, a la cocinita, a los listones y otras veces poníamos música y bailábamos ridículamente sin orden alguno. Jugábamos de todo.
El río Zanatenco quedaba a 10 minutos caminando, solo bastaba bajar una colinita para escuchar el caudal del agua. El río siempre nos recibía limpio, hondo y escandaloso.
A la cuenta de uno-dos-tres, todos nos echábamos al agua fría, perfecta para esos días de calor insoportable. Mis abuelos nos veían desde la orilla mientras cortaban una sandía
-¡No se vayan muy para allá. ¡Los quiero ver aquí!-, nos decían.
Échabamos carreritas. Niñas vs. niños a ver quién llegaba más rápido al otro extremo del río. Nos subíamos a las piedras enormes para pegar un brinco y caer al agua profunda.
Los fines de semana, los 15 morritos, amigos del alma, brothers from another mother, nos subíamos a una camioneta pick-up que rentaban mis abuelos para ir al mar. Todos queríamos ir en la parte de atrás porque el aire nos pegaba bien fuerte en la cara y la vista era preciosa. Era un camino largo, todo recto, con mucha selva alrededor.
Luego de 40 minutos de trayecto, las olas del mar se veían de fondo, enormes y orgullosas. Como si estuvieran esperándonos o (al menos eso yo sentía).
El tío Enrique no era nuestro tío, era el primo lejano de mi abuela, pero ella nos obligaba a decirle “tío”. Él tenía un restaurante en la orilla de la playa: había dos albercas, muchas mesas, música de marimba y una cocina llena de mujeres morenitas risueñas.
Al fondo se escuchaba la tía Bertha que, en cuanto llegábamos, venía corriendo a besarnos en la frente (incluídos mis amigos vecinos).
Recuerdo perfecto a todos sentados alrededor de la mesa, algunos mojados con agua de mar y otros mojados con agua de alberca. Todos envueltos en toallas de colores, con arena en los pies, con el cabello desordenado mientras las charolas de mariscos llegaban y llegaban a la mesa:
Camarones al mojo de ajo, mojarra a la plancha, copa de camarones, camarones empanizados con mayonesa, tacos de cazón, caldo de pescado, camarones a la diabla, etc.
Hoy lo recuerdo y no puedo evitar preguntarme: ¿De dónde sacaban tanto dinero para alimentar 15 bocas en una ida a la playa y demás salidas?
Debo aclarar que mis abuelos no son millonarios, ni tenían miles de pesos, ni mansiones, ni dinero de sobra y eso me causa aún más sorpresa porque JAMÁS los vi estresados por temas de dinero (a pesar de que mis primos y yo llegamos a pasar 35 días vacacionando en Tonalá Chiapas) y cada día era un gasto distinto.
Un agua de horchata.
Quesadillas.
Paletas de hielo.
Papas con chile.
Salidas a la feria del pueblo.
Helados.
Empanadas.
Tacos.
Los recuerditos que vendían en la playa.
Y más.
El otro día, recordando con mis abuelos “los viejos tiempos” me revelaron su secreto.
¿Cómo le hacían para solventar los gastos de tanto chamaco?
Ellos me dijeron que la abundancia (tanto en dinero como en amor) es infinita e ilimitada.
Había días en los que sí tenían mucho dinero, había días en los que no y no había por qué preocuparse. Lo valioso de la vida no es lo material, son los recuerdos que nos llevamos.
Mis primos y yo jamás buscamos las cosas o los lugares caros y eso lo aprendimos de nuestros abuelos. La riqueza la encontrábamos en las olas del mar, en la risa de nuestros amigos, en las hojas de los árboles, en los caminos empedrados, en lo que no costaba dinero.
Bastaba un bloqueador solar, una toalla y nada más para disfrutar de la verdadera riqueza.